lunes, 5 de septiembre de 2011

Melodías Desordenadas


La fina tela de humo salía del cigarrillo, del cenicero viejo y cansado, apenas se asomaba desde las desordenadas cenizas, fino y transparente subía, lento, y se perdía tranquilo en la habitación. Hacía días que no se bañaba, el piano estaba hermosamente desafinado y lloraba y respiraba y gemía, estremecía sus cuerdas, se balanceaba lento y relamía su pereza, algunas vagas notas rotas salían llenas de polvo, y de humedad.
Desde el silencio de la sala, parada en la moquete, ella a veces lo llamaba, lo besaba, lo acariciaba, el la dejaba escabullirse lenta y suavemente por entre sus brazos, sus pechos desnudos se tocaban, y se estremecían que hasta el piano se callaba, y caían otra vez en la tibia cama, que los atrapaba y no los dejaba ir.
Así pasaban las tardes en París, solos, con los desafinados preludios de Bach, con el vino y la cerveza, con gemidos y llantos y hambre. Tan solos en esa pequeña pieza, robándole cada caricia al viento, cada beso al tiempo, mirando el humo subir tranquilo, fino y lento. Perdiéndose con perezosa angustia en la calma del desordenado cuarto.
A veces las peleas, la inconvivencia quien fuera seguramente la culpable, era en realidad quien los mantenía al mismo tiempo tan solos. El sexo era bueno y los cigarros bastante caros, las melodías de Bach siempre eran distintas, aunque las partituras eran pocas. En realidad no eran pocas, pero muchas estaban perdidas, seguramente debajo de la cama, o por algún cajón de algún placar.
Desde la ventana, a veces, ella se sentaba a ver pasar la gente, siempre tan apurada, tan vestida y tan enojada, pasaban en un flujo débil y desordenado, irregular pero fluido. Y ella sentada, en la vieja silla de cuero, que no era más que otra cama para cualquiera de los dos, con su fino y largo cigarro y su vaso de cerveza tibia que parecía querer dormirse, con la espuma vieja y triste, aplastada en soledad, carente de gracia y movimiento. Entonces venía el, de la cama, del piano o del escritorio, no importaba. La acariciaba con su audaz mano tibia y la rescataba de aquel abismo de soledad, de salvaje angustia.
A veces pretendían amarse, pero cortaban rápidamente con esa triste parodia, el diluvio de agua salada se hacía presente en cuanto se daban cuenta otra vez, de que no eran más que dos personas más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario